Responde a una primaria función defensiva y de supervivencia, que nos lleva a evitar esos peligros o a escapar de ellos. Su presencia es una importante ventaja cuando la amenaza es real, pero totalmente negativa cuando se trata de miedos imaginarios.
En ocasiones el miedo puede llegar a ser bueno y te ayuda. El miedo a las alturas o acercarse demasiado a un fuego, te puede salvar de sufrir graves accidentes.
Estar un poco asustado agudiza tus sentidos. Algunas personas disfrutan de ello y les gustan las películas de terror o lanzarse por una montaña rusa.
El cuerpo reacciona ante el miedo de forma automática. Los latidos aumentan para bombear más sangre a los músculos y el cerebro. La respiración se hace más rápida, para proporcionar oxigeno a tu cuerpo. Las pupilas de tus ojos se agrandan para que puedas ver mejor, y el resto de órganos trabajan más despacio para que puedas concentrarte en lo importante.
Las consecuencias más frecuentes del miedo son la ansiedad, que exaspera nuestro sistema nervioso, y la angustia, un sentimiento de opresión y tristeza con tendencia a hacerse recurrente si adopta el carácter de manía depresiva.
Sentir miedo sin que parezca existir un motivo claro, se denomina ansiedad.
Junto con la ansiedad puede haber otros sentimientos, como una sensación de opresión en el pecho, dolor de estómago náuseas, o una sensación de que puede ocurrir algo malo.
En la mayoría de los casos los motivos que desencadenan esos miedos son irreales o exagerados, y no son tan graves como imaginamos.
Si permitimos que nos invadan, debilitamos nuestra salud y nuestra resistencia a los pensamientos negativos. De hecho se pueden convertir en la principal barrea mental a la elaboración de pensamientos beneficiosos y positivos.